martes, 31 de mayo de 2016

Johann Wolfgang von Goethe



Johann Wolfgang von Goethe

Johann Wolfgang von Goethe fue un poeta, novelista, dramaturgo y científico germánico, contribuyente fundamental del Romanticismo, movimiento al que influenció profundamente. Wikipedia
Fecha de la muerte: 22 de marzo de 1832, Weimar, Alemania
 
 
 
 
La psicóloga Catharine Cox Miles realizó en la década de 1920 una estimación del cociente intelectual (CI) de más de 300 grandes genios de la humanidad. La tabla estaba encabezada por Johann Wolfgang von Goethe, que con 210 puntos aventajaba a portentos de la ciencia como Newton, a quien Cox atribuía 190; del pensamiento, como Leibniz y Pascal (con 205 y 195 respectivamente); o de la literatura, así Friedrich Schiller y Heinrich Heine, ambos 'colegas' de Goethe y con 165 de CI.
 
Aquella sorprendente relación (por lo alambicado que se antojaba el procedimiento) formaba parte del libro 'La mente humana', de nuestro eminente José Luis Pinillos, que muchos estudiantes de Psicología y curiosos de toda índole devoraban en la década de 1970 con los ojos puestos en aquel hombre, Goethe, que se suponía habitaba la cima más elevada de la inteligencia humana.
 
Ahora, el destacado filósofo y escritor alemán Rüdiger Safranski ha buceado en la biografía, obra y sistema de pensamiento del autor de 'Las afinidades electivas' en el volumen Goethe. 'La vida como obra de arte' (Tusquets), que amplía su alabada serie de semblanzas que ya ha retratado a Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger y Schiller.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
P. UNAMUNO
 
Como recogía Pinillos en 'La mente humana', Goethe estaba convencido de que cualquier hombre es capaz de logros asombrosos cuando encuentra su propio "genio"; dicho con sus palabras libremente entendidas, cuando dirige sus tentáculos en una dirección determinada.
 
Bien porque su curiosidad intelectual era insaciable, bien porque él disponía de demasiada máquina para concentrar sus inmensas capacidades en un solo campo, Goethe "adoptó como principio la máxima de acoger en sí tanto mundo como pudiera elaborar", escribe Safranski, que comienza su obra refiriéndose al escritor como "un acontecimiento en la historia del espíritu alemán".
 
Que la naturaleza es injusta lo demuestra de manera inequívoca que Goethe no sólo atesoraba un cerebro prodigioso sino también riqueza, hermosura, elocuencia y gracia. Para mayor congoja de quienes tienden a asociar inteligencia con espíritu atormentado, Safranski postula que además "tenía una admirable capacidad de ignorar" todo aquello "a lo que no podía dar una respuesta productiva".
 
Que la naturaleza es injusta lo demuestra de manera inequívoca que Goethe no sólo atesoraba un cerebro prodigioso sino también riqueza, hermosura, elocuencia y gracia.
 
Hoy englobaríamos dentro de la "inteligencia emocional" ese don para saber "a qué dar entrada y a qué no" que, de acuerdo con el autor de Goethe, lo convierte en un referente tanto con sus obras como con su vida. Puesto que no podía soportar lo casual e informe, escribió y vivió para dar forma: "O bien la descubría, o bien la creaba".
 
A los siete años, nuestro hombre decía cosas un tanto odiosas como: "No puedo contentarme con lo que a otros les basta". Con pocos más vio tocar a Mozart, que lo maravilló. Él era todavía un pipiolo que, eso sí, abrigaba el sueño de escribir con su hermana Cordelia una novela ¡en seis idiomas! y que le exigía a su madre tres juegos de prendas de vestir al día: uno para la casa, otro para las salidas ordinarias y un tercero para reuniones de gala.
 
Una de las muchas mujeres que le rondaron le recomendó moderar su petulancia y dedicarse al estudio, sólo que la carrera de leyes le aburría y, llegado el momento de ejercer, lo hizo sin "ninguna ambición especial" a la espera de abandonarla por el oficio de escritor: ¡cuánto debe la creación en general a las facultades de Derecho!
 
Safranski rastrea con conocimiento y documentación apabullantes la búsqueda de su voz interior, por supuesto su extensa aventura política al servicio del príncipe heredero Carlos Augusto de Weimar, así como los albores del movimiento Sturm und Drang y una de sus manifestaciones más visibles: "el culto al autor", convertido en "divo". La vida del artista era ahora una obra de arte, y Goethe, un semidiós adorado como su 'Werther', que impactó de tal manera en la sociedad de su tiempo que Napoleón dijo haberla leído siete veces.
 
La insoportable levedad de ser Goethe consiste, según su biógrafo, en que escribe sus obras "en el primer intento" o bien las deja estar hasta que llega el momento propicio para volver a probar, razón por la que 'Fausto', por ejemplo, le lleva la vida entera. "Cuando se estancaba, iniciaba algo nuevo (...). Simplemente, tenía demasiadas ideas. Por eso le resultaba fácil destruir intentos anteriores".
Armado con semejante intelecto, crea sin aparente esfuerzo, los poemas se le presentan como a Mozart las notas. Esa actitud despreocupada, "casi infantil", que le lleva a destruir periódicamente sus escritos cambia a medida que su dedicación a la política en Weimar le inocula la duda de si todavía "seguía siendo un artista".
 
Con su viaje a Italia, Goethe quiere resolver si es capaz aún de «acabar algo o solamente de recoger los fragmentos», aventura Safranski, para quien aquella huida sirve para recordarle dónde se encuentra su centro de gravedad.
 
De vuelta en Alemania es decisiva su amistad con Schiller, cuya "alta concepción del arte" aguijonea a Goethe para dedicarse a la poesía "con seriedad profesional y obstinación artesanal". Hasta entonces, hacer poesía era para él "tan sólo una afición".
 
La muerte de su amigo en 1805 le hace ver la necesidad de recoger con cuidado sus obras en lugar de someterlas a periódicos autos de fe, de pedir incluso la devolución de sus cartas a sus propios destinatarios y de iniciar la redacción de una autobiografía, 'Poesía y verdad', que terminaría, como la segunda parte de 'Fausto', poco antes de morir.
 
La vida dio tiempo a Goethe para presenciar la ruptura que supuso la Revolución de 1830, que entre otras cosas trajo el arrumbamiento a un plano secundario del arte, la literatura y la filosofía en favor de la industria, las comunicaciones y el crecimiento de las ciudades.
 
Como mantiene Safranski, tras unos años de olvido, su figura emergió de nuevo como "ejemplo iluminador de lo lejos que puede ir quien asume como tarea de la propia vida el proyecto de llegar a ser lo que él es", ya sea orientando sus débiles tentáculos en una sola dirección o, como en el caso de Goethe, en todas.
 
 
 
 
 
 
 
 
Fruto de este interés científico y estético por la luz y el color fue su libro Zur Farbenlehre (Teoría de los colores), escrito en 1810. Opuesto en muchos aspectos a la óptica newtoniana, que criticó duramente (causando no poca polémica en su tiempo), ha quedado parcialmente desacreditado por la física moderna, pero la importancia de sus muchos hallazgos ópticos no se puede minusvalorar, y algunas de sus explicaciones siguen vigentes hoy en día. De todos modos, no entraremos aquí a reseñar sus hallazgos científicos ni a explicar sus discrepancias, a menudo mal encaminadas, con Newton, sino que nos centraremos en sus consideraciones sobre la percepción, la psicología y la estética del color.
 
En Teoría de los colores, Goethe trata cuestiones difíciles de resolver, como la significación simbólica de los colores, con una prosa tan persuasiva que difícilmente puede uno dejar de concordar con sus opiniones. Mi profesor de estética en la UNED, Simón Marchán Fiz, insistía mucho sobre la falta o déficit de “valor de verdad” de las teorías estéticas, y concuerdo con sus enseñanzas, pero las conjeturas de Goethe son tan convincentes que uno casi se siente inclinado a aceptarlas como ciertas. Goethe fue el precursor de la psicología del color.
 
En su tratado se opuso a la visión puramente física y matemática de Newton, proponiendo que el color depende también, en realidad, de nuestra percepción, en la que se halla involucrado el cerebro, y de los mecanismos del sentido de la vista. Aquí hay que reconocer que el genio alemán se columpió bastante, ya que Newton sí que había prestado atención a estas cuestiones, a diferencia de los físicos contemporáneos del propio Goethe, contra los que podría haber arremetido con más razón. Pero, aún así, sus comentarios al respecto revisten un gran interés. De acuerdo con sus teorías, lo que vemos de un objeto no depende sólo de la materia que lo constituye, ni tan sólo de la luz tal como la entendió Newton, sino que depende de una tercera variable que es nuestra percepción del objeto.
 
El problema a tener en cuenta aquí es la subjetividad inherente a la percepción individual. Goethe intentó deducir las leyes que rigen la armonía de los colores, atendiendo a sus efectos fisiológicos —es decir, al modo en que los colores nos afectan en tanto que seres vivos, organismos que responden a estímulos—, haciendo hincapié, en general, en el aspecto subjetivo de la visión. Este concepto ha tenido una gran trascendencia y sigue siendo válido hoy en día. Artistas, filósofos, psicólogos y científicos han estudiado los efectos del color durante siglos, desarrollando multitud de teorías sobre el uso del color.
 
El número y variedad de tales teorías demuestra que no pueden aplicarse reglas universales: la percepción del color depende de la experiencia individual. Esto entronca con mi referencia anterior a Simón Marchán Fiz, sobre la falta de verdad en la estética. Pero, como digo, Goethe es muy convincente, y para muchos sigue siendo una referencia. Incluso sus detractores actuales le deben mucho. Por ejemplo, Eva Heller arremete en su famoso libro Psicología del color: Cómo actúan los colores sobre los sentimientos y la razón (editado por Gustavo Gili) contra las “obsoletas” asociaciones establecidas por Goethe, pero al mismo tiempo su obra es deudora de las ideas del alemán, en tanto que reconoce la importancia simbólica de los colores, insiste en la relación no casual entre determinados colores y sentimientos, en su universalidad, etc. Siendo así que la percepción del color depende de cada cual, y teniendo cada uno sus propias preferencias y gustos en materia de colores, es difícil negar que todos percibimos, en mayor o menor medida, reacciones físicas ante ciertos colores, sensaciones como la de frío en una habitación pintada de azul claro o la de calor en otra pintada de naranja, amarillo y rojo.
 
Los colores cálidos estimulan la mente, alegran y hasta excitan, mientras que los colores fríos aquietan el ánimo; los negros y grises pueden resultar deprimentes, mientras que el blanco refuerza los sentimientos positivos. Aunque estas sensaciones son puramente subjetivas y dependen de la percepción de cada cual, las investigaciones de Goethe y de seguidores suyos como Wittgenstein, por ejemplo, vinieron a demostrar que son comunes a la mayoría de los individuos, y están determinadas por reacciones inconscientes de estos, así como por asociaciones inconscientes de estos colores con determinados fenómenos físicos. Goethe creó un triángulo con tres colores primarios: rojo, amarillo y azul (no se había afinado aún la síntesis aditiva hasta el punto de identificar con exactitud los verdaderos primarios: magenta, amarillo y cian). Utilizó este triángulo para trazar un diagrama de la psique humana, relacionando cada color con una emoción determinada.
 
En el triángulo original de Goethe, los tres primarios están situados en los vértices del mismo; las otras subdivisiones están agrupadas en triángulos secundarios y terciarios, donde los triángulos secundarios representan la mezcla de los dos colores primarios que están a su lado, y los colores del triángulo terciario representan la mezcla del color primario adyacente a él y el triángulo secundario que está directamente enfrentado a él.
 
Para Goethe era de la mayor importancia comprender las reacciones humanas al color, y su investigación marca el inicio de la psicología moderna del color. Goethe creía que su triángulo era un diagrama de la mente humana y conectó cada color con ciertas emociones. Por ejemplo, asoció el azul con el entendimiento y la razón y creía que evocaba un estado de ánimo tranquilo, mientras que el rojo evocaba un estado de ánimo festivo y sugería la imaginación. Goethe escogió los primarios, rojo, amarillo y azul, basándose en su contenido emocional, así como también en los fundamentos físicos del color, y agrupó las distintas subdivisiones del triángulo por “elementos” emocionales y también por niveles de mezclado. Este aspecto emocional de la disposición del triángulo refleja la preocupación de Goethe por que el contenido emocional de cada color fuese tenido en cuenta por los artistas.
 
AZUL: Es el color de la inteligencia, la sabiduría, la reflexión y la paciencia. Induce al recogimiento, proporciona una sensación de espacio abierto, es el color del cielo y el mar en calma, y así evoca también paz y quietud. Actúa como calmante, sosegando los ánimos e invitando al pensamiento.
 
 ROJO: Está relacionado con el fuego y evoca sensaciones de calor y excitación. Es el color de la sangre y el fuego, el color de Marte, símbolo de la violencia, de la pasión sensual; sugiere acción, impulso; es el color del movimiento y la vitalidad. Aumenta la tensión muscular, activa un cierto estado de alerta en el cerebro.
 
AMARILLO: Es el color del Sol. Para Goethe posee una condición alegre, risueña, es el color del optimismo. El amarillo tiene las cualidades del sol, es el color del poder y la arrogancia, pero también de la alegría, el buen humor y la buena voluntad; es un color estimulante.
 
VIOLETA: El violeta es el color de la madurez y la experiencia. En un matiz claro expresa profundidad, misticismo, misterio, melancolía, es el color de la intuición y la magia; en su tonalidad púrpura es símbolo de realeza, suntuosidad y dignidad.
 
NARANJA: Mezcla de amarillo y rojo, tiene las cualidades de ambos, aunque en menor grado. Para Goethe es el color de la energía, un color para temperamentos primarios, que gusta a niños, bárbaros y salvajes porque refuerza sus tendencias naturales al entusiasmo, al ardor, a la euforia…
 
VERDE: El verde significa la llegada de la primavera, simboliza la juventud y la esperanza. Por ser el color de la naturaleza, de los prados húmedos, sugiere aire libre y frescor; este color es reconfortante, libera al espíritu y equilibra las sensaciones. En estos seis colores se comprenden toda la enorme variedad de matices que pueden ser obtenidos por las mezclas entre ellos y también por la de cada uno de ellos con el blanco o el negro; cada una de estas variaciones participa del carácter de los colores de los cuales proceden, aunque con predominio de aquel que intervenga en mayor proporción.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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